Desde el primer minuto de película las
directrices expuestas por el realizador malasio en su film número cinco son claras,
no hay dudas para un espectador intrépido del monstruo al que se va a
enfrentar. Wan, maestro avanzado en
atmósferas, nos sitúa en esta ocasión en décadas pasadas, concretamente en los
setenta, plasmando en pantalla colosalmente dicha época gracias a una labor de
vestuario, utilería y música formidable, para empujarnos a una ceremonia
solemne de terror. Arrastrándolo todo hacia la descomposición del núcleo familiar a
base de perturbadores ambientes, repulsivas fragancias y organismos pretéritos
donde fenómenos, sistemas y efectos se unifican y revelan.
Apoyada en regresivos sonidos como si de un fatídico virus se tratara, entra, se establece y te carcome, conjuga
obras anteriores, véanse Silencio desde el mal (2007) o Insidious
(2010), se ampara en el mejor Friedkin
y ejecuta una pieza magistral,
técnicamente impecable, ascendente/descendente en todo momento y soterrada en
lo tenebroso; quebranta leyes y personajes, no vacila a la hora de abatir todo lo que circula por nuestras retinas y
encima te arrincona en la butaca, te desafía y esparce el impulso de la bestia
hasta alcanzar el éxtasis infernal. Finalmente, y al igual que hizo con Saw (2004), escribe en letra
mayúscula su nombre y se corona como el Príncipe de las Tinieblas.
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