De
inicio, debo confesar, que la opera prima de Mickle,
Mulberry Street (2006), nunca me
convenció; es más, tuve la sensación durante todo el metraje de
estar ante un film eterno e inactivo, quizá su visionado tampoco era
el adecuado: una de aquellas eternas maratones en el cine Retiro,
dentro del marco del SITGES 2007, y donde Flight of the living
dead (Scott Thomas, 2007) y The Rage
(Robert Kurtzman, 2007) fueron las grandes vencedoras (The
Zombies Diaries [Kevin Gates & Michael
Bartlett, 2006] aquella madrugada se situó en el olvido).
Tuvieron
que pasar cuatro años para ver su segundo largometraje, el estupendo relato apocalíptico Stake Land (2010), donde el
estadounidense adoptó un tono muy digno en un título férreo y
perverso; armas que recuperó en la excelente We Are What We
Are (2013), remake que superó con creces a la cinta
original, dirigida en 2010 por el mexicano Jorge
Michel Grau, y
que llegará a nuestras salas el próximo 16 de enero.
El
hombretón, poco a poco, subía peldaños y se posicionaba en la pole
position del género,
dejando atrás nombres que
habían arrancado con más fuerza pero tras diversas vueltas en el
circuito (entiéndase películas) no llegaban a la meta. En
cambio Mickle demostraba
con autoridad que en breve llegaría su espacio en el pódium, una
perseverancia que iba en aumento cada vez que exhibía
un nuevo trabajo. Y bajo el título de
Frío en julio,
que tiene su génesis en la
novela Cold in July,
escrita por Joe R. Lansdale en 1989 y ahora
trasladada a la gran pantalla con guión co-escrito por el propio
realizador junto al inseparable, también actor y guionista, Nick
Damici, ha llegado la consagración en un título de desplazamientos
y curvas.
Enmarcada
en el thriller, y sin abandonar ciertos entornos terroríficos,
Frío en julio se
centra en el personaje de Richard Dane, interpretado de forma notable
por el actor Michael C.
Hall. Un hombre casado
y padre de
un hijo fruto del matrimonio,
de mirada perdida, inseguro,
robusto, y asustado,
lógicamente,
por los acontecimientos que
se avecinan tras matar con su
revólver, en defensa propia, a un supuesto ladrón que se adentra
una noche en el
hogar familiar. Conmocionado
por el terrible episodio tratará, posteriormente,
de reconstruir su
residencia y
volver a la cotidianidad.
Una labor que no será fácil.
El
film, construido en dos actos, no dos películas distintas como
algunos la califican, se sustenta de una primera fase de presentación
de espacios, de personajes, un proceso de ubicación donde ciertas
informaciones que recibirá nuestro protagonista irán cambiando las
líneas a seguir, adquiriendo la trama distintos rumbos, e incluso
cierta anexión entre iniciales polos opuestos, donde las tretas, el
silencio y lo malvado cada vez se hace más palpable (y peligroso). De
esta manera llegamos a un segundo acto enérgico, de un potencial
asombroso, donde la entrada de los actores Sam Shepard y Don
Johnson, ¡enorme el segundo!, cargan al film de una exquisita
adrenalina con aroma a western y aires de recuperar aquellas películas de venganza que tanto furor hicieron en la década de los
ochenta, y donde la tensión, la intriga y la ferocidad aumentan el
volumen hasta el estallido, dando como resultado la coronación de
Mickle. Una cinta cilíndrica, heroica, preventiva, de
agradables sintonías rítmicas, y decisiva en la carrera del joven
de Pennsylvania.
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